A mi blog se le fue el fondo! Cuando me haga un tiempito lo arreglo...

Se me nota

En las líneas de encuentro, en las páginas webs de contacto, en los chats, es común encontrarse con chicos que dicen cosas como “macho onda nada que ver busca pibe masculino, bien de barrio, para sexo entre hombres, afeminados abstenerse”. Seguramente haya chicos que realmente son así. La pregunta, sin embargo, es evidente. ¿Por qué nos preocupan tanto las plumas? Hay tanta homofobia entre nosotros mismos, tanto miedo, que tejemos personajes para abrigarnos el alma, y no nos damos cuenta de que en realidad lo que estamos haciendo es camuflarnos, mancharnos con barro para esconder lo puro y cristalino que en el interior guardamos.

En el imaginario colectivo está instalada la idea de que ser es parecer. No obstante, no siempre es así. Los putos somos tan diversos que no encajaríamos nunca en algo tan binario como plumas o no plumas. Incluso, algunos de nosotros, tenemos más plumas algunos días que otros. Y esto no significa que ese día seamos más putos, ¿no?

La homofobia es el resultado de una educación, de una formación, de una cultura en la cual los putos podemos existir pero no tener relaciones. La iglesia es el mejor ejemplo de esto. Le dan la bienvenida a los homosexuales y los aceptan, siempre y cuando no tengan prácticas sexuales y se comporten socialmente como “hombres”.

En mi adolescencia, como mis plumas eran algo incontenible, lo que me atormentaba no era que “se me notara” que soy gay, sino que se dieran cuenta de que efectivamente tenía relaciones. Siempre se ha dicho que cuando tenemos sexo se nos nota, y cuando no también. Que cambia el humor, la piel, el pelo… etcétera. Cuando era chico, en mis primeros escarceos sexuales, me perseguía la idea de que en mi casa se dieran cuenta de que había estado con otro chico. Se me antojaba que mi cara podía evidenciar la agitación que había transcurrido. Me preocupaba que mi boca denotara haber sido besada intensamente, o haberse posado sobre el sexo de un hombre; que mi cuerpo o mis ropas olieran a testosterona.

Entraba a casa cabizbajo, sin mirar a nadie a los ojos, me sumergía en la tele o sacaba rápidamente un tema de conversación para pensar en otra cosa. Pero en el fondo, temblaba de nervios, estaba inquieto y temeroso.

En mis primeros trabajos me pasaba lo mismo, sabía que mi sexualidad era algo para muchos evidente (¿?), pero me daba pavor la idea de que lo confirmaran viendo en mí alguna huella del fragor de la batalla.

El tiempo, la experiencia, los amigos, la terapia, me dieron una apertura al respecto que años atrás parecía imposible. Hoy pocas personas de mi entorno, por no decir ninguna, ignoran mi sexualidad. No tiene que ver con hacer bandera de eso, sino con comunicarme con el otro a partir de lo que soy.

Este coming-out fue un largo proceso, en el que paulatinamente fui aceptando mi ser, mis vivencias, mi historia y mi presente. Al comienzo fue algo brusco, se lo decía a todo el mundo y era casi mi carta de presentación. Recuerdo algo muy gracioso, una ocasión en la que volví a la casa de mis viejos por la mañana, con toda la cara colorada y los labios henchidos. Mi mamá, preocupada, me preguntó “¿Qué te pasó?”. Y yo, descarado, le contesté “nada, estuve con un chico que tiene barba”. Imaginen su cara.

Sentía la urgencia de que mi sexualidad fuera vista como algo natural, cotidiano. Y en esa necesidad, no hablaba de otra cosa. Mi despertar sexual, mis primeras salidas, me llevaron a tener historias efímeras pero intensas, y a mi pobre madre, que no ganaba para sustos, le hablaba un día de un chico y al siguiente de otro. Fueron años de tormenta verbal, en los que llovían mis historias sobre la mesa familiar.

Las cosas, afortunadamente, cambiaron. Hoy sé dimensionar lo íntimo y no le ando comunicando al mundo cada polvo, encuentro o desencuentro. Pero para que este cambio ocurra tuve que alcanzar una tranquilidad que por entonces me faltaba. Aceptarme como soy, sabiendo que la sexualidad es sólo una parte de mi ser. Fundacional, estructural, pero una parte al fin.
Mis viejos también crecieron en este devenir. A pesar de la enorme diferencia de edad (me llevan cuarenta años), han sabido amarme y respetarme como soy, e incluso me han dicho que como padres jamás imaginaron que pudieran aprender de un hijo, y que estaban contentos de poder hacerlo.

Creo que debemos dejar de lado los binomios. La idea de hombre/mujer, afeminado/masculino, activo/pasivo, sólo nos han llevado a forzarnos posturas e identificaciones falsas. Somos lo que somos. Si el abecedario no son sólo la A y la Z, con la sexualidad pasa lo mismo. El recorrido, el transcurrir, son necesarios para aprender cómo definirnos. Aunque a veces, las palabras no basten.

Soy lo que soy, en todas mis dimensiones, de pies a cabeza. No me escondo tras falsas poses, y me relaciono con el otro desde lo que tengo para dar y recibir. Y eso sí quiero que se me note.

Bienvenido al club

Corría el año 1996. Hacía casi un año que frecuentaba semanalmente el videoclub en que mi prima Elizabeth trabajaba. Estaba ubicado en Av. Santa Fe y Ecuador, y una buena parte de sus clientes eran “del ambiente”.

Luego de muchas visitas, por fin me animé a contarle algo de mi historia. La cita fue en un Burger King. Ella ya lo sabía. Yo sabía que ella lo sabía. Pero su planteo era algo así como “hasta que no salga de tu boca yo no sé nada”. Finalmente, después de mucho sudar y estrujarme las manos una con otra, solté la frase: “soy gay”. Me miró, se sonrió. Le dije “lo sabías, guacha”. Asintió. Nos reímos.

Unos días después, y mediante previo acuerdo, fuimos a comer a la casa de dos de sus amigos. Una pareja, de (creo) once años de vida en común. Respondían al estereotipo, uno afeminado y uno algo rudo, de modo que no fueron una gran sorpresa, pero sí toda una revelación: había parejas gay, y duraban mucho tiempo. Fue tranquilizador.

La propuesta parecía ser una suerte de cena educativa. Yo había acudido con muchas preguntas, quizás más de las que pudieran responderme, y ellos estaban deseosos de darme una mano. Y lo hicieron, muy a su manera.

Se trataba de dos hombres, uno de veintisiete y otro de treinta y un años de edad, si mal no recuerdo. Vivían en pleno Barrio Norte, y tenían el legado de los ochenta en sus venas. Me dieron una “clase magistral”, y me contaron algunas cuantas cosas, abriendo todo un nuevo mundo ante mí, que a mis dieciocho, casi diecinueve años, venía transitando sus calles sin enterarme. Algunos de los datos fueron, en sus palabras:

· El levante callejero funciona. Hay que caminar por la Av. Santa Fe, de la mano de enfrente al Alto Palermo, entre Coronel Díaz y Callao. Esa vereda es “la puta”. La de enfrente, “la santa”. El camino es de ida y vuelta, hasta que alguien se acerque, o se detenga en una vidriera y te mire de reojo. Si eso pasa, ¡zas!, hubo pique.
· Existen las teteras. Se trata de lugares para el sexo casual. Cines XXX, saunas y baños públicos.
· Los putos se clasifican. Están las locas (los afeminados), los chongos (los masculinos), los leather (les gusta el cuero y suelen ser sadomasoquistas), los osos (grandotes y peludos) y el puloil (horrenda denominación para una discriminatoria visión de los no tan top).
· Hay muchos lugares. Bunker (el mejor lugar del mundo), Tercer Milenio (topísimo), Enigma (un sótano en la calle Suipacha), Experiment (otro sótano, pero en Carlos Pellegrini), y algunos pubs como In Vitro (again, un sótano) y Manhattan (adivinaron, subterráneo también).
No se puede ser gay sin visitar Bunker. Es la panacea, y sólo entran quienes encajan.

La clase siguió, pero afortunadamente no la recuerdo. Todo era tan cuadrado, tan etiquetado, tan furtivo, tan homófobo.

Circulé por todos esos lugares, como buen alumno que acostumbraba a ser. Compré una revista NX para aprenderme el direccionario. Hice sudar algunos azulejos, ví películas prohibidas, desfilé por la vereda (in)correcta, y salí a mover el esqueleto por los boliches de onda.

Me sentía feliz, como recién recibido. Aunque el premio fuera sólo un poco de lentejuelas en el anonimato. Los putos éramos muchos, y comencé a desarrollar un tipo de mirada, de relojeo, que hasta el día de hoy me permite cruzarme por la calle con otro y saber que estamos en la misma.
Pero salía solo. No podía integrarme. A pesar del gran esfuerzo que hacía por encasillarme en alguna de todas las etiquetas disponibles, y por más que bailara al lado de cuanto grupo de chicos tuviera cerca, era gentilmente ignorado.

Hice toda clase de mutaciones. Intenté ser loca, me compré pantalones de víbora y remeras cortitas, camperas de microfibra, y me maquillaba para la ocasión. Intenté ser chongo, vistiéndome de jean y remera, con zapatillas y el cigarrillo empuñado entre el índice y el pulgar. Oso ni se me ocurrió porque no me alcanzaba el cuerpo. Leather podría decir que a medias, porque hubo épocas en las que un largo saco de cuero con cuello alto me acompañaba a todas partes. Y puloil creo que fui siempre, en algún lugar de mi maquillado ser.

A pesar de tanto camuflaje, de tanto jugar al camaleón, no conseguía siquiera un saludo amistoso. Tuve polvos, sí. Tuve también novios de una noche y desazones de semanas. Tuve amantes sin rostro y rostros sin amor. Tuve mucho, sin tener nada.

Hasta que muchos años después me empecé a descascarar. Me fui sacando (algunas) plumas, el maquillaje, los trajes extravagantes, los lugares incómodos, las situaciones ajenas, las compañías ausentes. Aprendí algo que me cambiaría la vida: no hay diccionario ni enciclopedia que enseñe a ser uno mismo. Y me di cuenta de algo maravilloso: no quería pertenecer, al menos no a aquello ni de ese modo.

En eso estaba, sacudiéndome el polvo, cuando de pronto, sin querer queriendo, empezaron a aparecer los amigos, esos que al día de hoy aún me acompañan. Los mismos que reconocen en mí un ser camaleónico pero de una sola esencia. Caminan a mi lado, y a veces me enseñan el camino, que pasa muy lejos de aquellas pistas. A ellos, mi enorme gratitud, por rescatarme de la montaña rusa en la que yo solito me había metido.

Hoy puedo ver que el circuito gay de Buenos Aires es mucho más amplio, en todos sus sentidos. Hay muchos más lugares, mucha más gente, mucha más visibilidad, mucha menos culpa. Pero lo mejor de todo es que ya no necesito (ni quiero) pertenecer a ese “ambiente”, a esa burbuja espantosa en la que muchos se encierran para ser más de lo mismo.

Lo visito, por supuesto. Me divierto, me junto con mis afectos, me relaciono. Me pongo algunas plumas a veces, y otras no tengo ganas. Pero desde algo que soy genuinamente, y no desde una pose para ser el feliz portador de una etiqueta.

A pesar de esta enorme distancia que me separa de aquél adolescente ansioso que quería pertenecer, y de mi actual visión del mundo de lo queer, debo admitir que guardo cierto anhelo por esas épocas, en las que, encerrado en un pequeño diccionario, me sentía un miembro más del club. No volvería a aquello, pero renegar de mis comienzos sería renegar de lo que soy. Y no reniego.

Espero que el futuro nos depare coming-outs menos restrictivos y más integradores. Y que quienes salgan o estén por salir del closet lo hagan enteros, poniendo el cuerpo y el alma. Pero usando la cabeza, para no salir de un encierro y meternos en otro, ¿no?. Al fin y al cabo, los clubes son una salida…



PD: Una joyita que encontré por ahí: una nota de 1999 sobre la noche porteña:http://www.clarin.com/suplementos/informatica/1999/09/01/t-01201i.htm

De vestido y en el closet

Tendría 6 o 7 años. Era un chico muy fantasioso. Imaginaba mundos secretos, otras dimensiones, tesoros escondidos, laberintos con seres maravillosos. Curiosamente, uno de los pasadizos que mi imaginación había creado se encontraba dentro del closet de la habitación de mis padres.

Era de tarde. Me había cansado de jugar a la nave espacial, esa que armaba poniendo 4 sillas, respaldo contra respaldo, con una sábana por encima. Aburrido, me puse a buscar en mi cabecita un lugar más recóndito y promisorio. Y se me ocurrió meterme en aquel placard.

Le tenía miedo a la oscuridad (toda una predicción, visto en retrospectiva). Sin embargo, fui sin pena y sin dudarlo a encerrarme en el viejo mueble de madera. Y soñando, imaginando que cruzaba el fondo del mismo en dirección a otras realidades, me enredé con los vestidos de mi mamá.

¡Qué lindo se sentía! Suaves, sensuales, frescos, ligeros. En diez segundos, sin repetir y sin soplar, me calcé uno de ellos. Era el traje perfecto. En el suelo, unos zapatos gastados, tipo sandalia, con tiras de cuero negro, le abrían paso a mis pies, que a pesar de sus dimensiones estaban, sin saberlo, dando un gran paso.

Mientras tanto, del lado de afuera, mi mamá me buscaba. Guiada por el ruido, entró a la habitación y me sacó del closet. Era muy temprano para ello, se ve, porque inmediatamente comencé a titubear, y no se me ocurrió mejor idea que decirle que estaba jugando a María Martha Serralima (mi mamá estaba gorda por entonces y sus vestidos eran gigantescos).

No recuerdo mucho más, pero adivino un par de gritos, un probable sopapo, y una gentil invitación a poner el ropero en orden.

Todo podría haber terminado ahí. No obstante, se trató de un gran comienzo. Fuera del closet (al menos en el terreno de lo lúdico), di rienda suelta a mi imaginación y encarné frente a mis amiguitos toda clase de heroínas. A María Martha Serralima la sucedieron la Mujer Maravilla, Cheetarah, She-Ra, la Mujer Araña, la Mujer Biónica, la nena de los Gemelos Fantásticos, y un sinnúmero de mujeres cuyas historias, secretos y poderes tomé prestados.

Era excitante. Me sentía poderoso. Mi imaginación no tenía límites, y el vértigo de correr por la vereda gritando “¡Yo soy She-Ra!” era lo más parecido al éxtasis.

El tiempo pasó, algo de mí continuaba en el closet, junto a mi mamá y el resto de mi familia, hasta que un día, dejé caer el velo y mis propias historias verdaderas fueron las protagonistas de la revelación. Nadie lo había sospechado. Nadie me había visto jugar en serio. Nadie había notado cuánta verdad escondía tras la fantasía de mis personajes.

Pero tan fervientemente creí en mí y en mi historia, en mis personajes y en mis realidades, que la verdad surgió sola e irreprochable. Tuvo que pasar un tiempo, varios episodios de esta aventura que es el transcurrir de la vida, pero al final, todos aceptaron este alterego que habían visto crecer sin darse cuenta.

Amo mis realidades, amo a mi familia, celebro haber tenido fe en mí y en ellos, y les agradezco por permitirme mostrarles que tras el closet, hay otras realidades.

Lanzamiento El Opinatario

¿Les dije que soy contradictorio? Bueno, les dije que soy extremo, ¿no?...

Hace apenas días les decía que 3 blogs serían demasiado, que no podría mantenerlos, etc., etc., etc...

Bueno, resulta que tengo mucho material para publicar que no tiene relación directa con mis blogs actuales, y tenía ganas de compartirlos. Se trata de textos de opinión, en su mayoría. Con ese motivo, y con ganas de abrir un espacio para el debate, el aporte, y la libre expresión, acabo de inaugurar mi nuevo blog El Opinatario.

¿Por qué ese nombre? Bueno, algunos pueden decir que soy un otario que opina. Otros, que me gusta escuchar opiniones ajenas. Otros, que prefiero opinar yo. Les confieso algo: las tres cosas son ciertas.

Así que si tienen ganas de leer y escribir sobre temas profundos, y también sobre cosas más triviales, ddense una vuelta por El Opinatario y dejen su semilla.

Nos vemos

Ya no quiero ser tu superman

Largas páginas he recorrido en el libro de mi vida hasta llegar aquí, y me he dado cuenta de que mis historias amorosas siempre incluyeron un héroe. Cuando adolescente, buscaba refugiarme en los brazos de otro más experto, más maduro, más completo, como si algo de todo eso pudiera pegárseme por ósmosis. Me sentía Luisa Lane, Dorothy del Mago de Oz, Aladino, Robin. Siempre intentando que alguien me diera algo de cariño y un poco de esa seguridad que tanto me faltaba.

Tiempo después, decidí emprender mis propias aventuras y me creí invencible. Resuelto, con las cosas en orden, con el closet bien abierto y la sonrisa en la cara. Divertido, hiperkinético, emprendedor, trabajador, estudioso, buen amante y compañero. Así, mis eventuales compañeros amorosos e incluso mis novios resultaron ser los rescatados. Yo era el superhombre, que en cada paso dejaba una huella de sabiduría y experiencia. Cuánta estupidez…

El tiempo pasó. Hoy sólo soy un simple mortal. Un hombre con cara de duende que juega y se juega. Soy aprendiz de todo y maestro de nada. Tengo algo menos de energía y algo más de ganas, y no quiero dar lecciones a nadie. Mi vida es un eterno aprendizaje, y en este camino he descubierto que quien cree que todo lo sabe se encuentra más cerca del arpa que de la guitarra.

Me cansé de emprender relaciones con chicos que no saben quiénes son ni lo que quieren, y que me miran fascinados pero no confían en sí mismos lo suficiente como para dar un paso más. Me harté también de aquellos que quieren ser admirados por vida y obra y no pueden ver más allá de sus narices. Y por sobre todas las cosas, me agobia la sola idea de ocupar alguno de esos roles.

Tengo ganas de seguir andando hacia adelante, con el norte más o menos claro, en compañía de gente que amo y me ama, haciendo cosas que me llenan el alma. Tengo ganas de encontrar, en ese tránsito, los ojos de otro que con la misma sensación de paz e incompletud brillen al ver los míos. Tengo ganas de tocar la piel de alguien que hierva por quien soy y no por quien digo ser. Tengo ganas de que las lágrimas broten de mis ojos mientras una sonrisa asalta mi boca. Tengo ganas de amor. Tengo ganas de amar. Tengo ganas de revolcarme, de jugar, de pensar, de hacer todo y no hacer nada. De mirar el techo acompañado y dibujar figuras con las sombras. De enjabonar una espalda que no me dé la espalda. De besar labios que digan lo que sienten y que no digan lo que no. De crecer de a uno y de a dos a la vez. De usar todos mis juegos de dos tazas para el desayuno. De dormir en mi cama grande sin que sobre espacio. De preparar cena para dos y que se me quemen las papas. De irme con alguien de vacaciones al fin del mundo a acá a la vuelta. De no saber de quién es el calzoncillo. De intercambiar masajes. De ver quién se levanta a preparar el mate.

Tengo ganas de que se me alborote la sangre y se me agite el pecho. De que el estómago me cruja. Que las manos me suden. Que las piernas me tiemblen. Que el cuerpo no me baste. Que las ideas se me escapen. Tengo ganas de extrañar y de que me extrañen. De soñar y que me sueñen. De que el tiempo no alcance. Que los rincones sean lugares. Que las ropas huelguen. Que me vean desnudo aún vestido. Que me sean transparentes.

Tengo ganas de vos, que en algún lado estás, que no sabés que estoy.

No te busco, quiero encontrarte.

Porque tengo ganas de volar. Pero esta vez sin capa. Y con los pies sobre la tierra.

¿Volás conmigo?

¿Lobo está?

Bueeeenas... permiiiiso...

A quienes me siguen y no me alcanzan, a quienes me buscan y no me encuentran...

Estuve algo alejado con motivo de algunas nanas que afortunadamente ya pasaron. Eso, sumado a la facu, el trabajo, la casa, el gato, los amigos, la familia, etc. etc. etc...

En realidad estuve escribiendo mucho para la facu, pero como eran demasiado off-topic para acá decidí guardármelos. Si no, hubiera tenido que abrir un tercer blog y ya era mucho para dejar abandonado, no?

Quiero pedir disculpas por mi ausencia y dar las gracias por las presencias de quienes me escribieron para ver si estaba vivo. Sobre todo a faBio, el más presente y querido de mis lectores, que desde su blog ha premiado a los míos, invitando a que los lean. Para sorpresa de muchos, los tan premiados blogs estaba en coma...

En fin, aquí estoy, con muchas ganas de postear en el poco tiempo que mi vida me deja... Y como el primer post tiene mucho que ver conmigo, y con mis intensidades, voy a hacer doblete y lo voy a poner en mis dos blogs, je ;)

Espero que les guste

GENIAL

GENIAL
sin palabras