Era tarde. Muy tarde. Abandoné la cama y con pereza salí a su encuentro.
Cuando abrí la puerta su figura se me antojó extraña, desemejante. Lo había deseado. Lo había pensado. Lo había previsto.
Sin embargo, al cerrar la puerta para internarme junto al recién llegado en la soledad de mi casa, la sensación era que aquél que yo imaginaba seguía aún del otro lado de las paredes. Cuántas veces me pasó...
Hasta que me besó.
Tenía el cuerpo de otro. Las manos. Los huesos. La lengua. Los ojos. Sabía diferente. Olía diferente. Hablaba diferente. Temblaba diferente.
Pero besaba igual.
En ese instante, mi galán de sueños y novelas se esfumó para siempre. Herido en su orgullo partió cabizbajo hacia las fantasías de otro que lo esperara con el ramo en la mano. En su sitio quedó éste, tan terrenal, tan REAL, tan deseoso de que otro fuera su hidalgo caballero.
Casi podía leerse en nuestras miradas una suerte de decepción, mezclada con una excitación intensa, criada y añejada para estrenarse esa noche, aunque con otros que ahí no estaban. Y en esa mezcla rara, el humor de nuestros ojos revelaba algo tan curioso como incitante. Nos gustábamos.
No éramos aquellos, éramos éstos. Y poco tiempo pasó antes de que nos convirtiéramos en “nosotros”.
Como el agua que llena un cuenco hasta su borde más exacto. Como ese cuenco que la contiene en su totalidad. Así encajábamos en nuestra particular desemejanza.
No nos soñamos distintos. Soñamos a otros, tan seductores como ideales. Y cuando el sueño pareció cumplirse, se tornó una extravagante realidad, maravillosamente superior.
Escenas escritas de antemano para otros protagonistas se desvanecieron para darle paso a otras más genuinas, improvisadas, desprolijas, hermosas. Momentos de incertidumbre, de pasión, de diversión, de realidad, de completud. Recuerdos más perdurables.
Aquel perfume perfecto, encerrado en el frasco que se agota en si mismo, fue suplido por la fragancia verdadera, natural, esa que cuando se conoce permanece y no se olvida.
¿Quién se conforma con una plaza después de andar el bosque?.
Original, como el pecado. Ese sello que nos unta la carne desde el nacimiento hasta la muerte.
Tontos, lelos, distraídos, desenfocados, confundidos el uno con el otro. Hasta el hartazgo. Así anduvimos un tiempo, entremezclados, sorprendidos cada día de ser uno para el otro la pieza que faltaba en su propio rompecabezas.
Hasta que un día abrimos la ventana, y el viento, guerrero y renovador, voló todas las fichas. La imagen perfecta jamás soñada se deshizo en el aire sin dejar rastro. Un tornado implacable secó de pronto el amor en el que estábamos empapados.
Tan secos quedamos que ni las lágrimas acudieron a nuestra despedida.
Otros cantares, otros andares, otros sudores, otros hedores. Otros.
Hubo nuevas versiones reducidas de aquellos cuadros que nuestras piezas formaban juntas. Las disfrutamos. Probamos otras carnes, otros manjares, otros jugos.
Pero no pudimos volver a empaparnos.
Imitaciones disecadas. Peinados rígidamente perfectos, pero sin movimiento.
Deshidratados pero felices. Así nos quedamos, haciendo estatuas con arena seca. Formas incompletas, volátiles, desnudas de todo sostén. Ni siquiera un desafío.
Pero nos gustan los desafíos.
Y como los rompecabezas están hechos para jugar, barajamos las fichas y dimos de nuevo. Hoy las fichas son más grandes, más elaboradas, más complejas. Y como en un puzzle sin guía ni modelo finalizado, estamos pensando que el resultado será tal o cual cosa, sin sospechar que cuando por fin acabemos por unir nuestras piezas, lo que encontraremos será tan completo como impensado.
escrito por Dani el 05/03/2008 a las 1:15 AM
Publicado en:
amores,
Divagues,
textos
el
miércoles, 5 de marzo de 2008
a la/s
23:46