Como pez en el agua
Siempre fui un fanático del agua. No sé si será el fuego de mi signo o los años que mis antepasados anduvieron por el desierto buscando la tierra prometida, pero lo cierto es que el agua ha estado presente en momentos imborrables de mi vida.
Recuerdo cuando era chico y mi mamá me bañaba en verano en la pileta del lavadero. Se trataba de una casa antigua, del tipo chorizo, ubicada en el barrio de Liniers. Esa misma casa en cuyo patio me deslizaba junto a mis hermanos, panza abajo, sobre el piso inundado a fuerza de manguera, cuando el calor azotaba. Íbamos y veníamos, muertos de risa, impulsándonos con nuestros pies, contra las paredes húmedas.
También recuerdo cuando el barrio se inundaba, y en un acto de insolencia me iba a nadar a la calle con mis vecinitos. Esos mismos vecinos con los que jugaba al carnaval, peleándonos con bombitas de agua. Se me hinchaba el alma con cada chorro, como en un eco de los globos al llenarse. Después, a correr, como locos, mientras nos resbalábamos en las ojotas. Y a lo mejor, si nos daban las fuerzas, llegábamos hasta la plaza. Cansados, felices, hacíamos cola tras el bebedero de granito.
De noche, si no se daban cuenta, nos quedábamos en la vereda, esperando que el cielo nos regale una lluvia veraniega. Y así, mojados y felices, jugábamos a la mancha, o a la escondida. Y después volver a casa, como el ebrio que vuelve de la taberna, con la cabeza gacha a escuchar los retos…
El mismo barrio fue testigo de mis primeras incursiones en la natación, cuando a mis seis años empecé la colonia del club que quedaba en la calle Palmar. Ahí andaba yo, flaco, escuálido, con mis pantalones cortos, color marrón y con vivos blancos. El agua me salpicaba, me mojaba, me hacía sentir vivo. Se me metía en los ojos y me hacía mariconear por el cloro, cuando, atrevido, me zambullía a agarrarle los pies a los varones. El sol doraba mi piel, se me pelaba la nariz, me quemaban las plantas de los pies y las rodillas, pero yo seguía contento, como si el líquido esencial lo curara todo.
La historia se repitió años después, cuando a los doce cambié de barrio y de club. Era el Nolting de Ciudadela. Ya estaba más grandecito, sabía nadar, y competía en estilo libre o en pecho. ¡Qué lindo! Era una rana, la más rápida del grupo, y siempre clasificaba. Todo un orgullo. Mi único logro deportivo, ja, emulando a Esther Williams.
Y un día descubrí el mar. No podía creerlo. Tanta agua junta, tanto movimiento. Entraba, salía, corría para volver al lugar en el que me había metido, después de ser arrastrado unos metros más allá. Al volver al hotel, de la mano de mi hermano Claudio, me sentía borracho porque el suelo se movía bajo mis pies, en una extraña sensación que nunca olvidaría.
Como a los quince años volví a la playa. Esta vez, no fue Mar del Plata sino Puerto Madryn. ¡Qué lindo! El agua estaba fría, pero era inevitable. Me tiraba con mis primos, esquivando las medusas que, extrañamente inofensivas, se traslucían bajo el enorme cristal de las olas.
Pero sería muy mezquino si no contara uno de mis mayores secretos: amo los baños de inmersión. Cuando tenía doce años solía encerrarme en el baño hasta que se me arrugaran los deditos. Hacía experimentos, mezclaba jabón con talco, shampoo, crema de enjuague, y hasta pelos que rescataba del piso. Era un asco, supongo, pero para mí, era todo un laboratorio. Así, en esa mezcla de diva de Hollywood en la espuma y científico loco, solía quedarme horas, hasta que mi mamá, cansada de las quejas de mis hermanos, hiciera el llamado afectuoso: “¡Salí del baño que te mato!” Jajajajja
Vacaciones, duchas en pareja, momentos de relax, familiares, con amigos, solo. Cuántas cosas transcurrieron bajo el abrigo del agua. Hoy, de grande, me continúa fascinando. Amo los días lluviosos, esa atmósfera húmeda, típica de mi querida Buenos Aires. El asfalto, pestilente, gris oscuro, reflejo de una ciudad que funciona de cabeza. Como yo, que a veces me siento así y se me moja la cara.
Siempre está presente. Riego (cuando me acuerdo) mis plantas. Le doy de beber a mi gato. Hago licuados, hiervo fideos, preparo mis queridas sopas de pollo y verduras, hago salsas. Lavo los pisos. Diluyo los aceites y esencias que aromatizan mi casa. Enciendo el lavarropas y comienzo la labor, meticulosa (sí, soy taaaaaaan puto) de separar la ropa por colores y elegir el jabón adecuado y el quitamanchas perfecto. Rocío la ropa limpia antes de plancharla, para perfumarla mejor.
Sudo. Chivo. Huelo. Me enjabono, me masajeo, me hago limpiezas de cutis si tengo un día paciente. Me sumerjo, me empapo, me hidrato, me humedezco. Me cepillo los dientes y arrecio mi boca.
Pero nada mejor que los días en los que, después de tanto hacer, me tiro en el sillón, limpio, perfumado, con el alma húmeda, y espero que el príncipe azul me toque el timbre.
Y a veces, sólo a veces, acude al llamado. Y todos mis poros se mojan cuando, apasionadamente, deja en mis labios su propio río, el de sus besos, que todo lo curan. Como el agua, cuando era chico.
Publicado en: amores, Divagues, idas y vueltas el martes, 1 de julio de 2008 a la/s 03:23 15 comentarios