Orgullo y prejuicio (1ra parte)
Me puse mi perfume predilecto, mi mirada más intensa, y salí al ruedo. Cuando al fin llegué, bajé las escaleras y me interné en el pequeño antro. Traspuesta la entrada, vi lo mismo de siempre. Cuerpos vestidos con sus mejores ropas, desnudos de toda calidez. Luces furtivas que asomaban cada tanto. Sexo en el aire, en el ambiente. Música sorda e impersonal. El humo de un cigarrillo, primera expresión de libertad y desenfado, denotaba lo evidente: lo prohibido se hacía en público y lo permitido en privado.
Me interné en el laberinto, di algunas vueltas, miré a los ojos vacíos de quienes decidieron acecharme. Todo era tan monótono, tan predecible. A pesar de ello, sabía que era eso lo que estaba buscando. Mejor dicho, lo que esperaba encontrar. Sin embargo, algo sucedió.
Una tímida figura se acercaba torpemente. Cuando se hallaba lo suficientemente cerca, me arrojaba una mirada, a través de gafas que parecían haber visto lo mismo que yo. Inmediatamente, volvía a sumergirse en la oscuridad. Cada tanto, la escena se repetía, matizada con alguna sonrisa tímida que, con la misma fugacidad, se esfumaba en la negrura.
Su piel era muy blanca. Su pelo, negro, largo y desprolijo. Titubeaba, podía notarlo. Portaba una mochila y enmarcaba su cuello con una larga bufanda. Era todo un bohemio, sin dudas, seguramente actor. En esas conclusiones me encontraba yo cuando lo perdí de vista. Otra vez a recorrer el tugurio, a mirar con desdén por vez enésima a los mismos hombres.
Al llegar al fondo, me pareció divisar el reflejo de sus anteojos. Se encontraba en el sótano, lugar más sórdido aún pero menos poblado. Sin dudarlo, bajé las anchas escaleras y confirmé su presencia. Me acerqué.
Su respiración sonaba agitada, entrecortada. Sus enormes ojos brillaban, indicándome el camino. Me detuve a centímetros de él y esperé. Acostumbrado, casi resignado, me dispuse a esperar el manotón. Sin embargo, grande fue mi sorpresa cuando una de sus manos, temblorosa, descansó sobre mi pecho, luego de que sus nudillos me hicieran una caricia. Sonrió. Sonreí. Segundos después, volvería a asombrarme. Su beso fue tan tierno, tan cálido, tan ingenuo, que me transportó a otras realidades.
Lo tomé de la mano y me acompañó. Pasamos a un pequeño lugar, algo más íntimo. Tras la puerta, toda la lascivia pareció desvanecerse. Nos besamos un rato largo, en un apasionado cortejo. Y sin saber cómo, rompimos el molde y nos pusimos a hablar. Nuestras palabras, embajadoras del alma, trazaron el camino hacia la salida. Y así, conversando, llegamos al final del recorrido. Al menos, por ese día.
Lo dejé en la parada del ómnibus, no sin antes munirme de algunos datos esenciales. Nombre, edad, profesión (era actor, ¡lo sabía!), teléfono. De regreso a casa, algo se sentía diferente. No sabía bien cómo ni por qué, pero era el comienzo de una historia.
Publicado en: amores, idas y vueltas el martes, 26 de agosto de 2008 a la/s 02:26 11 comentarios