A mi blog se le fue el fondo! Cuando me haga un tiempito lo arreglo...

Orgullo y prejuicio (1ra parte)

Me puse mi perfume predilecto, mi mirada más intensa, y salí al ruedo. Cuando al fin llegué, bajé las escaleras y me interné en el pequeño antro. Traspuesta la entrada, vi lo mismo de siempre. Cuerpos vestidos con sus mejores ropas, desnudos de toda calidez. Luces furtivas que asomaban cada tanto. Sexo en el aire, en el ambiente. Música sorda e impersonal. El humo de un cigarrillo, primera expresión de libertad y desenfado, denotaba lo evidente: lo prohibido se hacía en público y lo permitido en privado.

Me interné en el laberinto, di algunas vueltas, miré a los ojos vacíos de quienes decidieron acecharme. Todo era tan monótono, tan predecible. A pesar de ello, sabía que era eso lo que estaba buscando. Mejor dicho, lo que esperaba encontrar. Sin embargo, algo sucedió.

Una tímida figura se acercaba torpemente. Cuando se hallaba lo suficientemente cerca, me arrojaba una mirada, a través de gafas que parecían haber visto lo mismo que yo. Inmediatamente, volvía a sumergirse en la oscuridad. Cada tanto, la escena se repetía, matizada con alguna sonrisa tímida que, con la misma fugacidad, se esfumaba en la negrura.

Su piel era muy blanca. Su pelo, negro, largo y desprolijo. Titubeaba, podía notarlo. Portaba una mochila y enmarcaba su cuello con una larga bufanda. Era todo un bohemio, sin dudas, seguramente actor. En esas conclusiones me encontraba yo cuando lo perdí de vista. Otra vez a recorrer el tugurio, a mirar con desdén por vez enésima a los mismos hombres.

Al llegar al fondo, me pareció divisar el reflejo de sus anteojos. Se encontraba en el sótano, lugar más sórdido aún pero menos poblado. Sin dudarlo, bajé las anchas escaleras y confirmé su presencia. Me acerqué.

Su respiración sonaba agitada, entrecortada. Sus enormes ojos brillaban, indicándome el camino. Me detuve a centímetros de él y esperé. Acostumbrado, casi resignado, me dispuse a esperar el manotón. Sin embargo, grande fue mi sorpresa cuando una de sus manos, temblorosa, descansó sobre mi pecho, luego de que sus nudillos me hicieran una caricia. Sonrió. Sonreí. Segundos después, volvería a asombrarme. Su beso fue tan tierno, tan cálido, tan ingenuo, que me transportó a otras realidades.

Lo tomé de la mano y me acompañó. Pasamos a un pequeño lugar, algo más íntimo. Tras la puerta, toda la lascivia pareció desvanecerse. Nos besamos un rato largo, en un apasionado cortejo. Y sin saber cómo, rompimos el molde y nos pusimos a hablar. Nuestras palabras, embajadoras del alma, trazaron el camino hacia la salida. Y así, conversando, llegamos al final del recorrido. Al menos, por ese día.

Lo dejé en la parada del ómnibus, no sin antes munirme de algunos datos esenciales. Nombre, edad, profesión (era actor, ¡lo sabía!), teléfono. De regreso a casa, algo se sentía diferente. No sabía bien cómo ni por qué, pero era el comienzo de una historia.

FERezoso

Bueno, para variar, acá estoy, después de otra pausa. Pero esta vez me la merecía.
Sucede que he estado de amores. Alguien, cuyo nombre camuflado se esconde en el título de este post, volvió a mi vida para hacerla más hermosa, más jugosa.

Para aquellos que no saben de quién hablo, se trata de aquél chico a quien le dediqué el poema borgiano que publiqué en mi otro blog. Curiosamente, nos reencontramos pocos días después de que lo posteara.

Así que si me notan demasiado meloso no se preocupen, seguro se me pasa en unos días. Mientras tanto voy a escribir, en breves capítulos, sobre esta hermosa historia que afortunadamente coprotagonizo.

Besos a todos, gracias por la paciencia, por buscarme, por putearme, etc, etc, etc…
Dani

PD: por si fuera poco estoy trabajando muchísimo, así que mis visitas y posteos serán algo limitadas… De paso, cumplí 31 hace poco, y entre el amor y el laburo… mi cuerpo ya no resiste, jajajajaj

Como pez en el agua

Siempre fui un fanático del agua. No sé si será el fuego de mi signo o los años que mis antepasados anduvieron por el desierto buscando la tierra prometida, pero lo cierto es que el agua ha estado presente en momentos imborrables de mi vida.

Recuerdo cuando era chico y mi mamá me bañaba en verano en la pileta del lavadero. Se trataba de una casa antigua, del tipo chorizo, ubicada en el barrio de Liniers. Esa misma casa en cuyo patio me deslizaba junto a mis hermanos, panza abajo, sobre el piso inundado a fuerza de manguera, cuando el calor azotaba. Íbamos y veníamos, muertos de risa, impulsándonos con nuestros pies, contra las paredes húmedas.

También recuerdo cuando el barrio se inundaba, y en un acto de insolencia me iba a nadar a la calle con mis vecinitos. Esos mismos vecinos con los que jugaba al carnaval, peleándonos con bombitas de agua. Se me hinchaba el alma con cada chorro, como en un eco de los globos al llenarse. Después, a correr, como locos, mientras nos resbalábamos en las ojotas. Y a lo mejor, si nos daban las fuerzas, llegábamos hasta la plaza. Cansados, felices, hacíamos cola tras el bebedero de granito.

De noche, si no se daban cuenta, nos quedábamos en la vereda, esperando que el cielo nos regale una lluvia veraniega. Y así, mojados y felices, jugábamos a la mancha, o a la escondida. Y después volver a casa, como el ebrio que vuelve de la taberna, con la cabeza gacha a escuchar los retos…

El mismo barrio fue testigo de mis primeras incursiones en la natación, cuando a mis seis años empecé la colonia del club que quedaba en la calle Palmar. Ahí andaba yo, flaco, escuálido, con mis pantalones cortos, color marrón y con vivos blancos. El agua me salpicaba, me mojaba, me hacía sentir vivo. Se me metía en los ojos y me hacía mariconear por el cloro, cuando, atrevido, me zambullía a agarrarle los pies a los varones. El sol doraba mi piel, se me pelaba la nariz, me quemaban las plantas de los pies y las rodillas, pero yo seguía contento, como si el líquido esencial lo curara todo.

La historia se repitió años después, cuando a los doce cambié de barrio y de club. Era el Nolting de Ciudadela. Ya estaba más grandecito, sabía nadar, y competía en estilo libre o en pecho. ¡Qué lindo! Era una rana, la más rápida del grupo, y siempre clasificaba. Todo un orgullo. Mi único logro deportivo, ja, emulando a Esther Williams.

Y un día descubrí el mar. No podía creerlo. Tanta agua junta, tanto movimiento. Entraba, salía, corría para volver al lugar en el que me había metido, después de ser arrastrado unos metros más allá. Al volver al hotel, de la mano de mi hermano Claudio, me sentía borracho porque el suelo se movía bajo mis pies, en una extraña sensación que nunca olvidaría.

Como a los quince años volví a la playa. Esta vez, no fue Mar del Plata sino Puerto Madryn. ¡Qué lindo! El agua estaba fría, pero era inevitable. Me tiraba con mis primos, esquivando las medusas que, extrañamente inofensivas, se traslucían bajo el enorme cristal de las olas.

Pero sería muy mezquino si no contara uno de mis mayores secretos: amo los baños de inmersión. Cuando tenía doce años solía encerrarme en el baño hasta que se me arrugaran los deditos. Hacía experimentos, mezclaba jabón con talco, shampoo, crema de enjuague, y hasta pelos que rescataba del piso. Era un asco, supongo, pero para mí, era todo un laboratorio. Así, en esa mezcla de diva de Hollywood en la espuma y científico loco, solía quedarme horas, hasta que mi mamá, cansada de las quejas de mis hermanos, hiciera el llamado afectuoso: “¡Salí del baño que te mato!” Jajajajja

Vacaciones, duchas en pareja, momentos de relax, familiares, con amigos, solo. Cuántas cosas transcurrieron bajo el abrigo del agua. Hoy, de grande, me continúa fascinando. Amo los días lluviosos, esa atmósfera húmeda, típica de mi querida Buenos Aires. El asfalto, pestilente, gris oscuro, reflejo de una ciudad que funciona de cabeza. Como yo, que a veces me siento así y se me moja la cara.

Siempre está presente. Riego (cuando me acuerdo) mis plantas. Le doy de beber a mi gato. Hago licuados, hiervo fideos, preparo mis queridas sopas de pollo y verduras, hago salsas. Lavo los pisos. Diluyo los aceites y esencias que aromatizan mi casa. Enciendo el lavarropas y comienzo la labor, meticulosa (sí, soy taaaaaaan puto) de separar la ropa por colores y elegir el jabón adecuado y el quitamanchas perfecto. Rocío la ropa limpia antes de plancharla, para perfumarla mejor.

Sudo. Chivo. Huelo. Me enjabono, me masajeo, me hago limpiezas de cutis si tengo un día paciente. Me sumerjo, me empapo, me hidrato, me humedezco. Me cepillo los dientes y arrecio mi boca.

Pero nada mejor que los días en los que, después de tanto hacer, me tiro en el sillón, limpio, perfumado, con el alma húmeda, y espero que el príncipe azul me toque el timbre.

Y a veces, sólo a veces, acude al llamado. Y todos mis poros se mojan cuando, apasionadamente, deja en mis labios su propio río, el de sus besos, que todo lo curan. Como el agua, cuando era chico.

Se me nota

En las líneas de encuentro, en las páginas webs de contacto, en los chats, es común encontrarse con chicos que dicen cosas como “macho onda nada que ver busca pibe masculino, bien de barrio, para sexo entre hombres, afeminados abstenerse”. Seguramente haya chicos que realmente son así. La pregunta, sin embargo, es evidente. ¿Por qué nos preocupan tanto las plumas? Hay tanta homofobia entre nosotros mismos, tanto miedo, que tejemos personajes para abrigarnos el alma, y no nos damos cuenta de que en realidad lo que estamos haciendo es camuflarnos, mancharnos con barro para esconder lo puro y cristalino que en el interior guardamos.

En el imaginario colectivo está instalada la idea de que ser es parecer. No obstante, no siempre es así. Los putos somos tan diversos que no encajaríamos nunca en algo tan binario como plumas o no plumas. Incluso, algunos de nosotros, tenemos más plumas algunos días que otros. Y esto no significa que ese día seamos más putos, ¿no?

La homofobia es el resultado de una educación, de una formación, de una cultura en la cual los putos podemos existir pero no tener relaciones. La iglesia es el mejor ejemplo de esto. Le dan la bienvenida a los homosexuales y los aceptan, siempre y cuando no tengan prácticas sexuales y se comporten socialmente como “hombres”.

En mi adolescencia, como mis plumas eran algo incontenible, lo que me atormentaba no era que “se me notara” que soy gay, sino que se dieran cuenta de que efectivamente tenía relaciones. Siempre se ha dicho que cuando tenemos sexo se nos nota, y cuando no también. Que cambia el humor, la piel, el pelo… etcétera. Cuando era chico, en mis primeros escarceos sexuales, me perseguía la idea de que en mi casa se dieran cuenta de que había estado con otro chico. Se me antojaba que mi cara podía evidenciar la agitación que había transcurrido. Me preocupaba que mi boca denotara haber sido besada intensamente, o haberse posado sobre el sexo de un hombre; que mi cuerpo o mis ropas olieran a testosterona.

Entraba a casa cabizbajo, sin mirar a nadie a los ojos, me sumergía en la tele o sacaba rápidamente un tema de conversación para pensar en otra cosa. Pero en el fondo, temblaba de nervios, estaba inquieto y temeroso.

En mis primeros trabajos me pasaba lo mismo, sabía que mi sexualidad era algo para muchos evidente (¿?), pero me daba pavor la idea de que lo confirmaran viendo en mí alguna huella del fragor de la batalla.

El tiempo, la experiencia, los amigos, la terapia, me dieron una apertura al respecto que años atrás parecía imposible. Hoy pocas personas de mi entorno, por no decir ninguna, ignoran mi sexualidad. No tiene que ver con hacer bandera de eso, sino con comunicarme con el otro a partir de lo que soy.

Este coming-out fue un largo proceso, en el que paulatinamente fui aceptando mi ser, mis vivencias, mi historia y mi presente. Al comienzo fue algo brusco, se lo decía a todo el mundo y era casi mi carta de presentación. Recuerdo algo muy gracioso, una ocasión en la que volví a la casa de mis viejos por la mañana, con toda la cara colorada y los labios henchidos. Mi mamá, preocupada, me preguntó “¿Qué te pasó?”. Y yo, descarado, le contesté “nada, estuve con un chico que tiene barba”. Imaginen su cara.

Sentía la urgencia de que mi sexualidad fuera vista como algo natural, cotidiano. Y en esa necesidad, no hablaba de otra cosa. Mi despertar sexual, mis primeras salidas, me llevaron a tener historias efímeras pero intensas, y a mi pobre madre, que no ganaba para sustos, le hablaba un día de un chico y al siguiente de otro. Fueron años de tormenta verbal, en los que llovían mis historias sobre la mesa familiar.

Las cosas, afortunadamente, cambiaron. Hoy sé dimensionar lo íntimo y no le ando comunicando al mundo cada polvo, encuentro o desencuentro. Pero para que este cambio ocurra tuve que alcanzar una tranquilidad que por entonces me faltaba. Aceptarme como soy, sabiendo que la sexualidad es sólo una parte de mi ser. Fundacional, estructural, pero una parte al fin.
Mis viejos también crecieron en este devenir. A pesar de la enorme diferencia de edad (me llevan cuarenta años), han sabido amarme y respetarme como soy, e incluso me han dicho que como padres jamás imaginaron que pudieran aprender de un hijo, y que estaban contentos de poder hacerlo.

Creo que debemos dejar de lado los binomios. La idea de hombre/mujer, afeminado/masculino, activo/pasivo, sólo nos han llevado a forzarnos posturas e identificaciones falsas. Somos lo que somos. Si el abecedario no son sólo la A y la Z, con la sexualidad pasa lo mismo. El recorrido, el transcurrir, son necesarios para aprender cómo definirnos. Aunque a veces, las palabras no basten.

Soy lo que soy, en todas mis dimensiones, de pies a cabeza. No me escondo tras falsas poses, y me relaciono con el otro desde lo que tengo para dar y recibir. Y eso sí quiero que se me note.

Bienvenido al club

Corría el año 1996. Hacía casi un año que frecuentaba semanalmente el videoclub en que mi prima Elizabeth trabajaba. Estaba ubicado en Av. Santa Fe y Ecuador, y una buena parte de sus clientes eran “del ambiente”.

Luego de muchas visitas, por fin me animé a contarle algo de mi historia. La cita fue en un Burger King. Ella ya lo sabía. Yo sabía que ella lo sabía. Pero su planteo era algo así como “hasta que no salga de tu boca yo no sé nada”. Finalmente, después de mucho sudar y estrujarme las manos una con otra, solté la frase: “soy gay”. Me miró, se sonrió. Le dije “lo sabías, guacha”. Asintió. Nos reímos.

Unos días después, y mediante previo acuerdo, fuimos a comer a la casa de dos de sus amigos. Una pareja, de (creo) once años de vida en común. Respondían al estereotipo, uno afeminado y uno algo rudo, de modo que no fueron una gran sorpresa, pero sí toda una revelación: había parejas gay, y duraban mucho tiempo. Fue tranquilizador.

La propuesta parecía ser una suerte de cena educativa. Yo había acudido con muchas preguntas, quizás más de las que pudieran responderme, y ellos estaban deseosos de darme una mano. Y lo hicieron, muy a su manera.

Se trataba de dos hombres, uno de veintisiete y otro de treinta y un años de edad, si mal no recuerdo. Vivían en pleno Barrio Norte, y tenían el legado de los ochenta en sus venas. Me dieron una “clase magistral”, y me contaron algunas cuantas cosas, abriendo todo un nuevo mundo ante mí, que a mis dieciocho, casi diecinueve años, venía transitando sus calles sin enterarme. Algunos de los datos fueron, en sus palabras:

· El levante callejero funciona. Hay que caminar por la Av. Santa Fe, de la mano de enfrente al Alto Palermo, entre Coronel Díaz y Callao. Esa vereda es “la puta”. La de enfrente, “la santa”. El camino es de ida y vuelta, hasta que alguien se acerque, o se detenga en una vidriera y te mire de reojo. Si eso pasa, ¡zas!, hubo pique.
· Existen las teteras. Se trata de lugares para el sexo casual. Cines XXX, saunas y baños públicos.
· Los putos se clasifican. Están las locas (los afeminados), los chongos (los masculinos), los leather (les gusta el cuero y suelen ser sadomasoquistas), los osos (grandotes y peludos) y el puloil (horrenda denominación para una discriminatoria visión de los no tan top).
· Hay muchos lugares. Bunker (el mejor lugar del mundo), Tercer Milenio (topísimo), Enigma (un sótano en la calle Suipacha), Experiment (otro sótano, pero en Carlos Pellegrini), y algunos pubs como In Vitro (again, un sótano) y Manhattan (adivinaron, subterráneo también).
No se puede ser gay sin visitar Bunker. Es la panacea, y sólo entran quienes encajan.

La clase siguió, pero afortunadamente no la recuerdo. Todo era tan cuadrado, tan etiquetado, tan furtivo, tan homófobo.

Circulé por todos esos lugares, como buen alumno que acostumbraba a ser. Compré una revista NX para aprenderme el direccionario. Hice sudar algunos azulejos, ví películas prohibidas, desfilé por la vereda (in)correcta, y salí a mover el esqueleto por los boliches de onda.

Me sentía feliz, como recién recibido. Aunque el premio fuera sólo un poco de lentejuelas en el anonimato. Los putos éramos muchos, y comencé a desarrollar un tipo de mirada, de relojeo, que hasta el día de hoy me permite cruzarme por la calle con otro y saber que estamos en la misma.
Pero salía solo. No podía integrarme. A pesar del gran esfuerzo que hacía por encasillarme en alguna de todas las etiquetas disponibles, y por más que bailara al lado de cuanto grupo de chicos tuviera cerca, era gentilmente ignorado.

Hice toda clase de mutaciones. Intenté ser loca, me compré pantalones de víbora y remeras cortitas, camperas de microfibra, y me maquillaba para la ocasión. Intenté ser chongo, vistiéndome de jean y remera, con zapatillas y el cigarrillo empuñado entre el índice y el pulgar. Oso ni se me ocurrió porque no me alcanzaba el cuerpo. Leather podría decir que a medias, porque hubo épocas en las que un largo saco de cuero con cuello alto me acompañaba a todas partes. Y puloil creo que fui siempre, en algún lugar de mi maquillado ser.

A pesar de tanto camuflaje, de tanto jugar al camaleón, no conseguía siquiera un saludo amistoso. Tuve polvos, sí. Tuve también novios de una noche y desazones de semanas. Tuve amantes sin rostro y rostros sin amor. Tuve mucho, sin tener nada.

Hasta que muchos años después me empecé a descascarar. Me fui sacando (algunas) plumas, el maquillaje, los trajes extravagantes, los lugares incómodos, las situaciones ajenas, las compañías ausentes. Aprendí algo que me cambiaría la vida: no hay diccionario ni enciclopedia que enseñe a ser uno mismo. Y me di cuenta de algo maravilloso: no quería pertenecer, al menos no a aquello ni de ese modo.

En eso estaba, sacudiéndome el polvo, cuando de pronto, sin querer queriendo, empezaron a aparecer los amigos, esos que al día de hoy aún me acompañan. Los mismos que reconocen en mí un ser camaleónico pero de una sola esencia. Caminan a mi lado, y a veces me enseñan el camino, que pasa muy lejos de aquellas pistas. A ellos, mi enorme gratitud, por rescatarme de la montaña rusa en la que yo solito me había metido.

Hoy puedo ver que el circuito gay de Buenos Aires es mucho más amplio, en todos sus sentidos. Hay muchos más lugares, mucha más gente, mucha más visibilidad, mucha menos culpa. Pero lo mejor de todo es que ya no necesito (ni quiero) pertenecer a ese “ambiente”, a esa burbuja espantosa en la que muchos se encierran para ser más de lo mismo.

Lo visito, por supuesto. Me divierto, me junto con mis afectos, me relaciono. Me pongo algunas plumas a veces, y otras no tengo ganas. Pero desde algo que soy genuinamente, y no desde una pose para ser el feliz portador de una etiqueta.

A pesar de esta enorme distancia que me separa de aquél adolescente ansioso que quería pertenecer, y de mi actual visión del mundo de lo queer, debo admitir que guardo cierto anhelo por esas épocas, en las que, encerrado en un pequeño diccionario, me sentía un miembro más del club. No volvería a aquello, pero renegar de mis comienzos sería renegar de lo que soy. Y no reniego.

Espero que el futuro nos depare coming-outs menos restrictivos y más integradores. Y que quienes salgan o estén por salir del closet lo hagan enteros, poniendo el cuerpo y el alma. Pero usando la cabeza, para no salir de un encierro y meternos en otro, ¿no?. Al fin y al cabo, los clubes son una salida…



PD: Una joyita que encontré por ahí: una nota de 1999 sobre la noche porteña:http://www.clarin.com/suplementos/informatica/1999/09/01/t-01201i.htm

De vestido y en el closet

Tendría 6 o 7 años. Era un chico muy fantasioso. Imaginaba mundos secretos, otras dimensiones, tesoros escondidos, laberintos con seres maravillosos. Curiosamente, uno de los pasadizos que mi imaginación había creado se encontraba dentro del closet de la habitación de mis padres.

Era de tarde. Me había cansado de jugar a la nave espacial, esa que armaba poniendo 4 sillas, respaldo contra respaldo, con una sábana por encima. Aburrido, me puse a buscar en mi cabecita un lugar más recóndito y promisorio. Y se me ocurrió meterme en aquel placard.

Le tenía miedo a la oscuridad (toda una predicción, visto en retrospectiva). Sin embargo, fui sin pena y sin dudarlo a encerrarme en el viejo mueble de madera. Y soñando, imaginando que cruzaba el fondo del mismo en dirección a otras realidades, me enredé con los vestidos de mi mamá.

¡Qué lindo se sentía! Suaves, sensuales, frescos, ligeros. En diez segundos, sin repetir y sin soplar, me calcé uno de ellos. Era el traje perfecto. En el suelo, unos zapatos gastados, tipo sandalia, con tiras de cuero negro, le abrían paso a mis pies, que a pesar de sus dimensiones estaban, sin saberlo, dando un gran paso.

Mientras tanto, del lado de afuera, mi mamá me buscaba. Guiada por el ruido, entró a la habitación y me sacó del closet. Era muy temprano para ello, se ve, porque inmediatamente comencé a titubear, y no se me ocurrió mejor idea que decirle que estaba jugando a María Martha Serralima (mi mamá estaba gorda por entonces y sus vestidos eran gigantescos).

No recuerdo mucho más, pero adivino un par de gritos, un probable sopapo, y una gentil invitación a poner el ropero en orden.

Todo podría haber terminado ahí. No obstante, se trató de un gran comienzo. Fuera del closet (al menos en el terreno de lo lúdico), di rienda suelta a mi imaginación y encarné frente a mis amiguitos toda clase de heroínas. A María Martha Serralima la sucedieron la Mujer Maravilla, Cheetarah, She-Ra, la Mujer Araña, la Mujer Biónica, la nena de los Gemelos Fantásticos, y un sinnúmero de mujeres cuyas historias, secretos y poderes tomé prestados.

Era excitante. Me sentía poderoso. Mi imaginación no tenía límites, y el vértigo de correr por la vereda gritando “¡Yo soy She-Ra!” era lo más parecido al éxtasis.

El tiempo pasó, algo de mí continuaba en el closet, junto a mi mamá y el resto de mi familia, hasta que un día, dejé caer el velo y mis propias historias verdaderas fueron las protagonistas de la revelación. Nadie lo había sospechado. Nadie me había visto jugar en serio. Nadie había notado cuánta verdad escondía tras la fantasía de mis personajes.

Pero tan fervientemente creí en mí y en mi historia, en mis personajes y en mis realidades, que la verdad surgió sola e irreprochable. Tuvo que pasar un tiempo, varios episodios de esta aventura que es el transcurrir de la vida, pero al final, todos aceptaron este alterego que habían visto crecer sin darse cuenta.

Amo mis realidades, amo a mi familia, celebro haber tenido fe en mí y en ellos, y les agradezco por permitirme mostrarles que tras el closet, hay otras realidades.

Lanzamiento El Opinatario

¿Les dije que soy contradictorio? Bueno, les dije que soy extremo, ¿no?...

Hace apenas días les decía que 3 blogs serían demasiado, que no podría mantenerlos, etc., etc., etc...

Bueno, resulta que tengo mucho material para publicar que no tiene relación directa con mis blogs actuales, y tenía ganas de compartirlos. Se trata de textos de opinión, en su mayoría. Con ese motivo, y con ganas de abrir un espacio para el debate, el aporte, y la libre expresión, acabo de inaugurar mi nuevo blog El Opinatario.

¿Por qué ese nombre? Bueno, algunos pueden decir que soy un otario que opina. Otros, que me gusta escuchar opiniones ajenas. Otros, que prefiero opinar yo. Les confieso algo: las tres cosas son ciertas.

Así que si tienen ganas de leer y escribir sobre temas profundos, y también sobre cosas más triviales, ddense una vuelta por El Opinatario y dejen su semilla.

Nos vemos

Ya no quiero ser tu superman

Largas páginas he recorrido en el libro de mi vida hasta llegar aquí, y me he dado cuenta de que mis historias amorosas siempre incluyeron un héroe. Cuando adolescente, buscaba refugiarme en los brazos de otro más experto, más maduro, más completo, como si algo de todo eso pudiera pegárseme por ósmosis. Me sentía Luisa Lane, Dorothy del Mago de Oz, Aladino, Robin. Siempre intentando que alguien me diera algo de cariño y un poco de esa seguridad que tanto me faltaba.

Tiempo después, decidí emprender mis propias aventuras y me creí invencible. Resuelto, con las cosas en orden, con el closet bien abierto y la sonrisa en la cara. Divertido, hiperkinético, emprendedor, trabajador, estudioso, buen amante y compañero. Así, mis eventuales compañeros amorosos e incluso mis novios resultaron ser los rescatados. Yo era el superhombre, que en cada paso dejaba una huella de sabiduría y experiencia. Cuánta estupidez…

El tiempo pasó. Hoy sólo soy un simple mortal. Un hombre con cara de duende que juega y se juega. Soy aprendiz de todo y maestro de nada. Tengo algo menos de energía y algo más de ganas, y no quiero dar lecciones a nadie. Mi vida es un eterno aprendizaje, y en este camino he descubierto que quien cree que todo lo sabe se encuentra más cerca del arpa que de la guitarra.

Me cansé de emprender relaciones con chicos que no saben quiénes son ni lo que quieren, y que me miran fascinados pero no confían en sí mismos lo suficiente como para dar un paso más. Me harté también de aquellos que quieren ser admirados por vida y obra y no pueden ver más allá de sus narices. Y por sobre todas las cosas, me agobia la sola idea de ocupar alguno de esos roles.

Tengo ganas de seguir andando hacia adelante, con el norte más o menos claro, en compañía de gente que amo y me ama, haciendo cosas que me llenan el alma. Tengo ganas de encontrar, en ese tránsito, los ojos de otro que con la misma sensación de paz e incompletud brillen al ver los míos. Tengo ganas de tocar la piel de alguien que hierva por quien soy y no por quien digo ser. Tengo ganas de que las lágrimas broten de mis ojos mientras una sonrisa asalta mi boca. Tengo ganas de amor. Tengo ganas de amar. Tengo ganas de revolcarme, de jugar, de pensar, de hacer todo y no hacer nada. De mirar el techo acompañado y dibujar figuras con las sombras. De enjabonar una espalda que no me dé la espalda. De besar labios que digan lo que sienten y que no digan lo que no. De crecer de a uno y de a dos a la vez. De usar todos mis juegos de dos tazas para el desayuno. De dormir en mi cama grande sin que sobre espacio. De preparar cena para dos y que se me quemen las papas. De irme con alguien de vacaciones al fin del mundo a acá a la vuelta. De no saber de quién es el calzoncillo. De intercambiar masajes. De ver quién se levanta a preparar el mate.

Tengo ganas de que se me alborote la sangre y se me agite el pecho. De que el estómago me cruja. Que las manos me suden. Que las piernas me tiemblen. Que el cuerpo no me baste. Que las ideas se me escapen. Tengo ganas de extrañar y de que me extrañen. De soñar y que me sueñen. De que el tiempo no alcance. Que los rincones sean lugares. Que las ropas huelguen. Que me vean desnudo aún vestido. Que me sean transparentes.

Tengo ganas de vos, que en algún lado estás, que no sabés que estoy.

No te busco, quiero encontrarte.

Porque tengo ganas de volar. Pero esta vez sin capa. Y con los pies sobre la tierra.

¿Volás conmigo?

¿Lobo está?

Bueeeenas... permiiiiso...

A quienes me siguen y no me alcanzan, a quienes me buscan y no me encuentran...

Estuve algo alejado con motivo de algunas nanas que afortunadamente ya pasaron. Eso, sumado a la facu, el trabajo, la casa, el gato, los amigos, la familia, etc. etc. etc...

En realidad estuve escribiendo mucho para la facu, pero como eran demasiado off-topic para acá decidí guardármelos. Si no, hubiera tenido que abrir un tercer blog y ya era mucho para dejar abandonado, no?

Quiero pedir disculpas por mi ausencia y dar las gracias por las presencias de quienes me escribieron para ver si estaba vivo. Sobre todo a faBio, el más presente y querido de mis lectores, que desde su blog ha premiado a los míos, invitando a que los lean. Para sorpresa de muchos, los tan premiados blogs estaba en coma...

En fin, aquí estoy, con muchas ganas de postear en el poco tiempo que mi vida me deja... Y como el primer post tiene mucho que ver conmigo, y con mis intensidades, voy a hacer doblete y lo voy a poner en mis dos blogs, je ;)

Espero que les guste

Novia con bigotes, se busca

Hoy me asaltó un recuerdo y quiero compartirlo.

Año 1982. Jardín de infantes “Campanitas”, del barrio de Liniers. Maestras, entre las cuales recuerdo a la señorita María del Carmen, a quien para hacer rabiar le decíamos María del Carne. Compañeros, entre los cuales recuerdo a mi amiguísimo Julián. Y aunque usted no lo crea… una novia.

Se llamaba Celeste. Su nombre era el resultado de una lista familiar con colores pendientes: su madre se llamaba Violeta, su Abuela era Blanca, su hermana se llamaba Azul. Será por eso que eligió un novio rosa…

Celeste era una nena regordeta y bastante revoltosa. Subía a la trepadora con más facilidad que yo, y jugaba a la pelota conmigo. Recuerdo cómo nos revolcábamos por la arena y cómo con mis manos delicadas le enseñaba a armar figuras con los bloques de madera.

Su delantal siempre tenía más agujeros que el mío, y más manchas también. Tomaba la leche con rapidez y desenfado, manchando toda su cara. Mientras tanto, yo, detrás de mi vaso rojo con forma de bota tejana, la miraba con admiración, sumido en mis breves sorbos.

Esta imagen, esta escena casi romántica, me lleva a un hallazgo, algo perdido durante mucho tiempo en el arcón de la memoria. Como si le faltara algo para poder terminar de definirla como un absoluto chongo, Celeste tenía algo que a mí cuerpo tardaría doce años más en aparecerle: bigotes.

No, no hablo de la huella que la merienda deja sobre la boca. Hablo de bigotes, con todas las letras. Sí, era de esas nenas que son muy velludas. Quién sabe si comería puros alimentos yang, o si tenía un desbarajuste hormonal, o qué… La cuestión es que mi novia, mi primera novia, tenía bigotes.

Toda una revelación. Es increíble cómo desde pequeños vamos forjando una imagen del candidato perfecto, ese objeto de deseo que perseguiremos a lo largo de la vida cambiándole la cara cada tanto.

Los amores cambian, evolucionan, pero a menudo podemos ver, si nos detenemos a observar a la distancia, cómo presentan similitudes. Con más o menos cosas resueltas, con más o menos conciencia sobre su propio ser, nuestros amores suelen compartir cosas en esencia, aunque no nos guste reconocerlo.

Hoy me siguen gustando aquellos que tienen barba y bigotes. Hoy me siguen llamando la atención aquellos que saben jugar y crear poniendo el cuerpo sin temores. Hoy, mi novia con bigotes forma parte de mi recuerdo y de mi presente, de esos hombres comunes y corrientes que tras mi propia barba desprolija miro fascinado.

Vertical

El más pistola. El más poronga. El más banana. El más pija.

Todas estas son frases de una sociedad tetosteronizante, en la cual cuanto más macho sos, más “piola” y con más autoridad moral y política. Porque los verdaderos hombres ponen los huevos sobre la mesa.

Las pelotas. Las bolas. Los cojones. Los culeones. Los testículos.

El falo. El miembro. El pene. El pito. El pirulín. La pichona. El sable. El palo. La verga. La anaconda. El rabo. La tararira. El pingo. El nabo. La picha. El pomo.

Algo tan importante en nuestra sociedad que se le han dado tantos nombres como contextos ameriten su referencia. Porque es omnipresente. Porque está hasta donde no debe.

Cuando se habla de pecados se lo incluye. Cuando se habla de santidad se lo excluye.

Hasta cuando se habla de lesbianas lo ponen en el medio. Hablan de su falta. De su necesidad (¿?)

Una travesti debe ocultarlo pero tenerlo. Un hombre debe usarlo. Si no penetra, no hubo sexo.

Un varón gay debe definirse sí o sí como activo o pasivo. Estúpido pero real.

Si una mujer está nerviosa es porque “le falta una buena pija”. Si un tipo está de mal humor es porque “hace rato que no la pone”.

Cuando se habla de cultura se habla de “penetración”. Cuando alguien demuestra lo que sabe hace una “ponencia”. Cuando un verdadero hombre no está de acuerdo con el jefe o el gobierno que “se la puso” con el último convenio, debe hacer un “paro”. Las construcciones se “erigen”. Y la lista continúa…

Desde el hombre que espía el tamaño de quien está en el mingitorio de al lado, hasta la madre que busca en la ecografía ESO que marca la diferencia. Desde el adolescente que se mira al espejo mientras se masturba, hasta el anciano que compra pastillas para sostener la única parte de su cuerpo que necesita funcional para ser digno.

Estamos literalmente “atravesados” por un gran pene. Si alguna vez lo representaran en el cine, la gran teta de Woody Allen pediría indemnización por daño moral.

Por un mundo menos vertical…

Sáquennosla que nos duele.

El hombre menos pensado

Era tarde. Muy tarde. Abandoné la cama y con pereza salí a su encuentro.

Cuando abrí la puerta su figura se me antojó extraña, desemejante. Lo había deseado. Lo había pensado. Lo había previsto.

Sin embargo, al cerrar la puerta para internarme junto al recién llegado en la soledad de mi casa, la sensación era que aquél que yo imaginaba seguía aún del otro lado de las paredes. Cuántas veces me pasó...

Hasta que me besó.

Tenía el cuerpo de otro. Las manos. Los huesos. La lengua. Los ojos. Sabía diferente. Olía diferente. Hablaba diferente. Temblaba diferente.

Pero besaba igual.

En ese instante, mi galán de sueños y novelas se esfumó para siempre. Herido en su orgullo partió cabizbajo hacia las fantasías de otro que lo esperara con el ramo en la mano. En su sitio quedó éste, tan terrenal, tan REAL, tan deseoso de que otro fuera su hidalgo caballero.

Casi podía leerse en nuestras miradas una suerte de decepción, mezclada con una excitación intensa, criada y añejada para estrenarse esa noche, aunque con otros que ahí no estaban. Y en esa mezcla rara, el humor de nuestros ojos revelaba algo tan curioso como incitante. Nos gustábamos.

No éramos aquellos, éramos éstos. Y poco tiempo pasó antes de que nos convirtiéramos en “nosotros”.

Como el agua que llena un cuenco hasta su borde más exacto. Como ese cuenco que la contiene en su totalidad. Así encajábamos en nuestra particular desemejanza.

No nos soñamos distintos. Soñamos a otros, tan seductores como ideales. Y cuando el sueño pareció cumplirse, se tornó una extravagante realidad, maravillosamente superior.

Escenas escritas de antemano para otros protagonistas se desvanecieron para darle paso a otras más genuinas, improvisadas, desprolijas, hermosas. Momentos de incertidumbre, de pasión, de diversión, de realidad, de completud. Recuerdos más perdurables.

Aquel perfume perfecto, encerrado en el frasco que se agota en si mismo, fue suplido por la fragancia verdadera, natural, esa que cuando se conoce permanece y no se olvida.

¿Quién se conforma con una plaza después de andar el bosque?.

Original, como el pecado. Ese sello que nos unta la carne desde el nacimiento hasta la muerte.

Tontos, lelos, distraídos, desenfocados, confundidos el uno con el otro. Hasta el hartazgo. Así anduvimos un tiempo, entremezclados, sorprendidos cada día de ser uno para el otro la pieza que faltaba en su propio rompecabezas.

Hasta que un día abrimos la ventana, y el viento, guerrero y renovador, voló todas las fichas. La imagen perfecta jamás soñada se deshizo en el aire sin dejar rastro. Un tornado implacable secó de pronto el amor en el que estábamos empapados.

Tan secos quedamos que ni las lágrimas acudieron a nuestra despedida.

Otros cantares, otros andares, otros sudores, otros hedores. Otros.

Hubo nuevas versiones reducidas de aquellos cuadros que nuestras piezas formaban juntas. Las disfrutamos. Probamos otras carnes, otros manjares, otros jugos.

Pero no pudimos volver a empaparnos.

Imitaciones disecadas. Peinados rígidamente perfectos, pero sin movimiento.

Deshidratados pero felices. Así nos quedamos, haciendo estatuas con arena seca. Formas incompletas, volátiles, desnudas de todo sostén. Ni siquiera un desafío.

Pero nos gustan los desafíos.

Y como los rompecabezas están hechos para jugar, barajamos las fichas y dimos de nuevo. Hoy las fichas son más grandes, más elaboradas, más complejas. Y como en un puzzle sin guía ni modelo finalizado, estamos pensando que el resultado será tal o cual cosa, sin sospechar que cuando por fin acabemos por unir nuestras piezas, lo que encontraremos será tan completo como impensado.

escrito por Dani el 05/03/2008 a las 1:15 AM

Soy un CHANTA

Este post va dedicado, como en la tele, "a todos los que me conocen". Y a los que no.

Hace meses inauguré este espacio, escribí un par de textos y ahí quedó todo. No más actualizaciones, no más textos nuevos, no más respuestas a los comentarios (perdón).

Para mí la escritura es una pasión, y con el tiempo he descubierto (pobre ingenuo sabelotodo) que la pasión no es algo permanente, salvo para los fanáticos. A ellos, mi respetuoso desacuerdo.

Así que como "pasiones son amores" y el amor es algo que uno hace de vez en cuando pero dura toda la vida, acá estoy divagando de nuevo.

Chanta!

Eso mismo dijeron algunos amigos de la casa. Y como hoy decidí volver a escribir, se me ocurrió que lo mejor era demostrarles que (no) estaban equivocados... Y para variar, vuelvo con definiciones.

Según la Wikipedia:

El verbo chantar tiene varios significados, algunos de ellos derivados del gallego; fuera de Argentina significa ‘clavar’ y por metáfora: ‘vestir’, ‘poner’; esta segunda acepción se relaciona etimológicamente con el significado de ‘arrojar’, ‘decir algo agraviante directamente —en el rostro— al agraviado’ (Ejemplo: «Se lo chantó en la jeta»).
Otro significado es ‘dejar esperando a alguien’, ‘no acudir a una cita’ (sinónimo: «clavar», «dejar plantado»). Sin embargo la palabra "chanta" deriva de la del dialecto campanio cianta-puffi (‘clava-clavos’).

Sí, los dejé clavados... Mea culpa, mea culpa, mea máxima culpa...

De este modo se llamaba a los que hacían trabajos improvisados o mal concretados; por extensión, en Argentina la palabra chanta ha venido a significar alguien que no es de fiar, que carece de palabra creíble, que es poco o nada responsable o que no se compromete e incluso al que finge verosímilmente cualidades positivas de las que carece.

Este blog (no) es ejemplo de eso...

Surgido el vocablo "chanta" en un contexto histórico muy próximo al de la picaresca, durante el s. XX «el chanta» ha pasado a ser un modo de ser que ha caracterizado a gran parte de la población argentina y entre esta población ha llegado a tener cierta simpatía y connotaciones de picardía o viveza.

Mi mámele miente! no soy único entonces?

Más cerradamente, en el lenguaje tumbero o púa (es decir la jerga carcelaria o incluso de «la pesada») "chanta" alude al gil, al abúlico, al que voluntariamente se ha contagiado una enfermedad para así eludirse («se dio la chanta»), al parecer este significado surgió entre los confinados en la antigua «peni» (penitenciaría) de Ushuaia en donde la vida del penado era tan difícil que varios preferían contagiarse de tbc tragando los esputos de enfermos para así, en lo posible, ser sacados de tal cárcel aun sabiendo la casi segura muerte por la enfermedad. «Tirarse a chanta»: ‘dejarse estar, abandonar las obligaciones’.

Sin palabras... ahora entiendo porque además de chanta decían de mí eso de "es puto, es puto"


Bueno, fuera de esta torpe y corta (en el sentido de vuelo literario) presentación bis, quiero contarles que como por amor escribo y no me atormenta ningún amor por estos días, decidí empezar posteando algunos textos que escribí oportunamente a mis amores pasados.

Con el perdón de mis amigos Chris y Pao, que de textos saben mucho, los invito a que los lean, y si tienen ganas, critiquen, opinen, etc... es decir, que compren los clavos que este chanta viene a colocar sin oficio en su blog.

Les chanto mis saludos y un beso en la jeta
Dani

GENIAL

GENIAL
sin palabras