Mudanza!
Publicado en: el martes, 17 de agosto de 2010 a la/s 03:37 0 comentarios
Publicado en: el martes, 17 de agosto de 2010 a la/s 03:37 0 comentarios
Me puse mi perfume predilecto, mi mirada más intensa, y salí al ruedo. Cuando al fin llegué, bajé las escaleras y me interné en el pequeño antro. Traspuesta la entrada, vi lo mismo de siempre. Cuerpos vestidos con sus mejores ropas, desnudos de toda calidez. Luces furtivas que asomaban cada tanto. Sexo en el aire, en el ambiente. Música sorda e impersonal. El humo de un cigarrillo, primera expresión de libertad y desenfado, denotaba lo evidente: lo prohibido se hacía en público y lo permitido en privado.
Me interné en el laberinto, di algunas vueltas, miré a los ojos vacíos de quienes decidieron acecharme. Todo era tan monótono, tan predecible. A pesar de ello, sabía que era eso lo que estaba buscando. Mejor dicho, lo que esperaba encontrar. Sin embargo, algo sucedió.
Una tímida figura se acercaba torpemente. Cuando se hallaba lo suficientemente cerca, me arrojaba una mirada, a través de gafas que parecían haber visto lo mismo que yo. Inmediatamente, volvía a sumergirse en la oscuridad. Cada tanto, la escena se repetía, matizada con alguna sonrisa tímida que, con la misma fugacidad, se esfumaba en la negrura.
Su piel era muy blanca. Su pelo, negro, largo y desprolijo. Titubeaba, podía notarlo. Portaba una mochila y enmarcaba su cuello con una larga bufanda. Era todo un bohemio, sin dudas, seguramente actor. En esas conclusiones me encontraba yo cuando lo perdí de vista. Otra vez a recorrer el tugurio, a mirar con desdén por vez enésima a los mismos hombres.
Al llegar al fondo, me pareció divisar el reflejo de sus anteojos. Se encontraba en el sótano, lugar más sórdido aún pero menos poblado. Sin dudarlo, bajé las anchas escaleras y confirmé su presencia. Me acerqué.
Su respiración sonaba agitada, entrecortada. Sus enormes ojos brillaban, indicándome el camino. Me detuve a centímetros de él y esperé. Acostumbrado, casi resignado, me dispuse a esperar el manotón. Sin embargo, grande fue mi sorpresa cuando una de sus manos, temblorosa, descansó sobre mi pecho, luego de que sus nudillos me hicieran una caricia. Sonrió. Sonreí. Segundos después, volvería a asombrarme. Su beso fue tan tierno, tan cálido, tan ingenuo, que me transportó a otras realidades.
Lo tomé de la mano y me acompañó. Pasamos a un pequeño lugar, algo más íntimo. Tras la puerta, toda la lascivia pareció desvanecerse. Nos besamos un rato largo, en un apasionado cortejo. Y sin saber cómo, rompimos el molde y nos pusimos a hablar. Nuestras palabras, embajadoras del alma, trazaron el camino hacia la salida. Y así, conversando, llegamos al final del recorrido. Al menos, por ese día.
Lo dejé en la parada del ómnibus, no sin antes munirme de algunos datos esenciales. Nombre, edad, profesión (era actor, ¡lo sabía!), teléfono. De regreso a casa, algo se sentía diferente. No sabía bien cómo ni por qué, pero era el comienzo de una historia.
Publicado en: amores, idas y vueltas el martes, 26 de agosto de 2008 a la/s 02:26 11 comentarios
Bueno, para variar, acá estoy, después de otra pausa. Pero esta vez me la merecía.
Sucede que he estado de amores. Alguien, cuyo nombre camuflado se esconde en el título de este post, volvió a mi vida para hacerla más hermosa, más jugosa.
Para aquellos que no saben de quién hablo, se trata de aquél chico a quien le dediqué el poema borgiano que publiqué en mi otro blog. Curiosamente, nos reencontramos pocos días después de que lo posteara.
Así que si me notan demasiado meloso no se preocupen, seguro se me pasa en unos días. Mientras tanto voy a escribir, en breves capítulos, sobre esta hermosa historia que afortunadamente coprotagonizo.
Besos a todos, gracias por la paciencia, por buscarme, por putearme, etc, etc, etc…
Dani
PD: por si fuera poco estoy trabajando muchísimo, así que mis visitas y posteos serán algo limitadas… De paso, cumplí 31 hace poco, y entre el amor y el laburo… mi cuerpo ya no resiste, jajajajaj
Publicado en: amores, idas y vueltas el a la/s 02:16 1 comentarios
Siempre fui un fanático del agua. No sé si será el fuego de mi signo o los años que mis antepasados anduvieron por el desierto buscando la tierra prometida, pero lo cierto es que el agua ha estado presente en momentos imborrables de mi vida.
Recuerdo cuando era chico y mi mamá me bañaba en verano en la pileta del lavadero. Se trataba de una casa antigua, del tipo chorizo, ubicada en el barrio de Liniers. Esa misma casa en cuyo patio me deslizaba junto a mis hermanos, panza abajo, sobre el piso inundado a fuerza de manguera, cuando el calor azotaba. Íbamos y veníamos, muertos de risa, impulsándonos con nuestros pies, contra las paredes húmedas.
También recuerdo cuando el barrio se inundaba, y en un acto de insolencia me iba a nadar a la calle con mis vecinitos. Esos mismos vecinos con los que jugaba al carnaval, peleándonos con bombitas de agua. Se me hinchaba el alma con cada chorro, como en un eco de los globos al llenarse. Después, a correr, como locos, mientras nos resbalábamos en las ojotas. Y a lo mejor, si nos daban las fuerzas, llegábamos hasta la plaza. Cansados, felices, hacíamos cola tras el bebedero de granito.
De noche, si no se daban cuenta, nos quedábamos en la vereda, esperando que el cielo nos regale una lluvia veraniega. Y así, mojados y felices, jugábamos a la mancha, o a la escondida. Y después volver a casa, como el ebrio que vuelve de la taberna, con la cabeza gacha a escuchar los retos…
El mismo barrio fue testigo de mis primeras incursiones en la natación, cuando a mis seis años empecé la colonia del club que quedaba en la calle Palmar. Ahí andaba yo, flaco, escuálido, con mis pantalones cortos, color marrón y con vivos blancos. El agua me salpicaba, me mojaba, me hacía sentir vivo. Se me metía en los ojos y me hacía mariconear por el cloro, cuando, atrevido, me zambullía a agarrarle los pies a los varones. El sol doraba mi piel, se me pelaba la nariz, me quemaban las plantas de los pies y las rodillas, pero yo seguía contento, como si el líquido esencial lo curara todo.
La historia se repitió años después, cuando a los doce cambié de barrio y de club. Era el Nolting de Ciudadela. Ya estaba más grandecito, sabía nadar, y competía en estilo libre o en pecho. ¡Qué lindo! Era una rana, la más rápida del grupo, y siempre clasificaba. Todo un orgullo. Mi único logro deportivo, ja, emulando a Esther Williams.
Y un día descubrí el mar. No podía creerlo. Tanta agua junta, tanto movimiento. Entraba, salía, corría para volver al lugar en el que me había metido, después de ser arrastrado unos metros más allá. Al volver al hotel, de la mano de mi hermano Claudio, me sentía borracho porque el suelo se movía bajo mis pies, en una extraña sensación que nunca olvidaría.
Como a los quince años volví a la playa. Esta vez, no fue Mar del Plata sino Puerto Madryn. ¡Qué lindo! El agua estaba fría, pero era inevitable. Me tiraba con mis primos, esquivando las medusas que, extrañamente inofensivas, se traslucían bajo el enorme cristal de las olas.
Pero sería muy mezquino si no contara uno de mis mayores secretos: amo los baños de inmersión. Cuando tenía doce años solía encerrarme en el baño hasta que se me arrugaran los deditos. Hacía experimentos, mezclaba jabón con talco, shampoo, crema de enjuague, y hasta pelos que rescataba del piso. Era un asco, supongo, pero para mí, era todo un laboratorio. Así, en esa mezcla de diva de Hollywood en la espuma y científico loco, solía quedarme horas, hasta que mi mamá, cansada de las quejas de mis hermanos, hiciera el llamado afectuoso: “¡Salí del baño que te mato!” Jajajajja
Vacaciones, duchas en pareja, momentos de relax, familiares, con amigos, solo. Cuántas cosas transcurrieron bajo el abrigo del agua. Hoy, de grande, me continúa fascinando. Amo los días lluviosos, esa atmósfera húmeda, típica de mi querida Buenos Aires. El asfalto, pestilente, gris oscuro, reflejo de una ciudad que funciona de cabeza. Como yo, que a veces me siento así y se me moja la cara.
Siempre está presente. Riego (cuando me acuerdo) mis plantas. Le doy de beber a mi gato. Hago licuados, hiervo fideos, preparo mis queridas sopas de pollo y verduras, hago salsas. Lavo los pisos. Diluyo los aceites y esencias que aromatizan mi casa. Enciendo el lavarropas y comienzo la labor, meticulosa (sí, soy taaaaaaan puto) de separar la ropa por colores y elegir el jabón adecuado y el quitamanchas perfecto. Rocío la ropa limpia antes de plancharla, para perfumarla mejor.
Sudo. Chivo. Huelo. Me enjabono, me masajeo, me hago limpiezas de cutis si tengo un día paciente. Me sumerjo, me empapo, me hidrato, me humedezco. Me cepillo los dientes y arrecio mi boca.
Pero nada mejor que los días en los que, después de tanto hacer, me tiro en el sillón, limpio, perfumado, con el alma húmeda, y espero que el príncipe azul me toque el timbre.
Y a veces, sólo a veces, acude al llamado. Y todos mis poros se mojan cuando, apasionadamente, deja en mis labios su propio río, el de sus besos, que todo lo curan. Como el agua, cuando era chico.
Publicado en: amores, Divagues, idas y vueltas el martes, 1 de julio de 2008 a la/s 03:23 15 comentarios
En las líneas de encuentro, en las páginas webs de contacto, en los chats, es común encontrarse con chicos que dicen cosas como “macho onda nada que ver busca pibe masculino, bien de barrio, para sexo entre hombres, afeminados abstenerse”. Seguramente haya chicos que realmente son así. La pregunta, sin embargo, es evidente. ¿Por qué nos preocupan tanto las plumas? Hay tanta homofobia entre nosotros mismos, tanto miedo, que tejemos personajes para abrigarnos el alma, y no nos damos cuenta de que en realidad lo que estamos haciendo es camuflarnos, mancharnos con barro para esconder lo puro y cristalino que en el interior guardamos.
En el imaginario colectivo está instalada la idea de que ser es parecer. No obstante, no siempre es así. Los putos somos tan diversos que no encajaríamos nunca en algo tan binario como plumas o no plumas. Incluso, algunos de nosotros, tenemos más plumas algunos días que otros. Y esto no significa que ese día seamos más putos, ¿no?
La homofobia es el resultado de una educación, de una formación, de una cultura en la cual los putos podemos existir pero no tener relaciones. La iglesia es el mejor ejemplo de esto. Le dan la bienvenida a los homosexuales y los aceptan, siempre y cuando no tengan prácticas sexuales y se comporten socialmente como “hombres”.
En mi adolescencia, como mis plumas eran algo incontenible, lo que me atormentaba no era que “se me notara” que soy gay, sino que se dieran cuenta de que efectivamente tenía relaciones. Siempre se ha dicho que cuando tenemos sexo se nos nota, y cuando no también. Que cambia el humor, la piel, el pelo… etcétera. Cuando era chico, en mis primeros escarceos sexuales, me perseguía la idea de que en mi casa se dieran cuenta de que había estado con otro chico. Se me antojaba que mi cara podía evidenciar la agitación que había transcurrido. Me preocupaba que mi boca denotara haber sido besada intensamente, o haberse posado sobre el sexo de un hombre; que mi cuerpo o mis ropas olieran a testosterona.
Entraba a casa cabizbajo, sin mirar a nadie a los ojos, me sumergía en la tele o sacaba rápidamente un tema de conversación para pensar en otra cosa. Pero en el fondo, temblaba de nervios, estaba inquieto y temeroso.
En mis primeros trabajos me pasaba lo mismo, sabía que mi sexualidad era algo para muchos evidente (¿?), pero me daba pavor la idea de que lo confirmaran viendo en mí alguna huella del fragor de la batalla.
El tiempo, la experiencia, los amigos, la terapia, me dieron una apertura al respecto que años atrás parecía imposible. Hoy pocas personas de mi entorno, por no decir ninguna, ignoran mi sexualidad. No tiene que ver con hacer bandera de eso, sino con comunicarme con el otro a partir de lo que soy.
Este coming-out fue un largo proceso, en el que paulatinamente fui aceptando mi ser, mis vivencias, mi historia y mi presente. Al comienzo fue algo brusco, se lo decía a todo el mundo y era casi mi carta de presentación. Recuerdo algo muy gracioso, una ocasión en la que volví a la casa de mis viejos por la mañana, con toda la cara colorada y los labios henchidos. Mi mamá, preocupada, me preguntó “¿Qué te pasó?”. Y yo, descarado, le contesté “nada, estuve con un chico que tiene barba”. Imaginen su cara.
Sentía la urgencia de que mi sexualidad fuera vista como algo natural, cotidiano. Y en esa necesidad, no hablaba de otra cosa. Mi despertar sexual, mis primeras salidas, me llevaron a tener historias efímeras pero intensas, y a mi pobre madre, que no ganaba para sustos, le hablaba un día de un chico y al siguiente de otro. Fueron años de tormenta verbal, en los que llovían mis historias sobre la mesa familiar.
Las cosas, afortunadamente, cambiaron. Hoy sé dimensionar lo íntimo y no le ando comunicando al mundo cada polvo, encuentro o desencuentro. Pero para que este cambio ocurra tuve que alcanzar una tranquilidad que por entonces me faltaba. Aceptarme como soy, sabiendo que la sexualidad es sólo una parte de mi ser. Fundacional, estructural, pero una parte al fin.
Mis viejos también crecieron en este devenir. A pesar de la enorme diferencia de edad (me llevan cuarenta años), han sabido amarme y respetarme como soy, e incluso me han dicho que como padres jamás imaginaron que pudieran aprender de un hijo, y que estaban contentos de poder hacerlo.
Creo que debemos dejar de lado los binomios. La idea de hombre/mujer, afeminado/masculino, activo/pasivo, sólo nos han llevado a forzarnos posturas e identificaciones falsas. Somos lo que somos. Si el abecedario no son sólo la A y la Z, con la sexualidad pasa lo mismo. El recorrido, el transcurrir, son necesarios para aprender cómo definirnos. Aunque a veces, las palabras no basten.
Soy lo que soy, en todas mis dimensiones, de pies a cabeza. No me escondo tras falsas poses, y me relaciono con el otro desde lo que tengo para dar y recibir. Y eso sí quiero que se me note.
Publicado en: definiciones, idas y vueltas, sociedad el domingo, 22 de junio de 2008 a la/s 00:27 18 comentarios
Corría el año 1996. Hacía casi un año que frecuentaba semanalmente el videoclub en que mi prima Elizabeth trabajaba. Estaba ubicado en Av. Santa Fe y Ecuador, y una buena parte de sus clientes eran “del ambiente”.
Luego de muchas visitas, por fin me animé a contarle algo de mi historia. La cita fue en un Burger King. Ella ya lo sabía. Yo sabía que ella lo sabía. Pero su planteo era algo así como “hasta que no salga de tu boca yo no sé nada”. Finalmente, después de mucho sudar y estrujarme las manos una con otra, solté la frase: “soy gay”. Me miró, se sonrió. Le dije “lo sabías, guacha”. Asintió. Nos reímos.
Unos días después, y mediante previo acuerdo, fuimos a comer a la casa de dos de sus amigos. Una pareja, de (creo) once años de vida en común. Respondían al estereotipo, uno afeminado y uno algo rudo, de modo que no fueron una gran sorpresa, pero sí toda una revelación: había parejas gay, y duraban mucho tiempo. Fue tranquilizador.
La propuesta parecía ser una suerte de cena educativa. Yo había acudido con muchas preguntas, quizás más de las que pudieran responderme, y ellos estaban deseosos de darme una mano. Y lo hicieron, muy a su manera.
Se trataba de dos hombres, uno de veintisiete y otro de treinta y un años de edad, si mal no recuerdo. Vivían en pleno Barrio Norte, y tenían el legado de los ochenta en sus venas. Me dieron una “clase magistral”, y me contaron algunas cuantas cosas, abriendo todo un nuevo mundo ante mí, que a mis dieciocho, casi diecinueve años, venía transitando sus calles sin enterarme. Algunos de los datos fueron, en sus palabras:
· El levante callejero funciona. Hay que caminar por la Av. Santa Fe, de la mano de enfrente al Alto Palermo, entre Coronel Díaz y Callao. Esa vereda es “la puta”. La de enfrente, “la santa”. El camino es de ida y vuelta, hasta que alguien se acerque, o se detenga en una vidriera y te mire de reojo. Si eso pasa, ¡zas!, hubo pique.
· Existen las teteras. Se trata de lugares para el sexo casual. Cines XXX, saunas y baños públicos.
· Los putos se clasifican. Están las locas (los afeminados), los chongos (los masculinos), los leather (les gusta el cuero y suelen ser sadomasoquistas), los osos (grandotes y peludos) y el puloil (horrenda denominación para una discriminatoria visión de los no tan top).
· Hay muchos lugares. Bunker (el mejor lugar del mundo), Tercer Milenio (topísimo), Enigma (un sótano en la calle Suipacha), Experiment (otro sótano, pero en Carlos Pellegrini), y algunos pubs como In Vitro (again, un sótano) y Manhattan (adivinaron, subterráneo también). No se puede ser gay sin visitar Bunker. Es la panacea, y sólo entran quienes encajan.
La clase siguió, pero afortunadamente no la recuerdo. Todo era tan cuadrado, tan etiquetado, tan furtivo, tan homófobo.
Circulé por todos esos lugares, como buen alumno que acostumbraba a ser. Compré una revista NX para aprenderme el direccionario. Hice sudar algunos azulejos, ví películas prohibidas, desfilé por la vereda (in)correcta, y salí a mover el esqueleto por los boliches de onda.
Me sentía feliz, como recién recibido. Aunque el premio fuera sólo un poco de lentejuelas en el anonimato. Los putos éramos muchos, y comencé a desarrollar un tipo de mirada, de relojeo, que hasta el día de hoy me permite cruzarme por la calle con otro y saber que estamos en la misma.
Pero salía solo. No podía integrarme. A pesar del gran esfuerzo que hacía por encasillarme en alguna de todas las etiquetas disponibles, y por más que bailara al lado de cuanto grupo de chicos tuviera cerca, era gentilmente ignorado.
Hice toda clase de mutaciones. Intenté ser loca, me compré pantalones de víbora y remeras cortitas, camperas de microfibra, y me maquillaba para la ocasión. Intenté ser chongo, vistiéndome de jean y remera, con zapatillas y el cigarrillo empuñado entre el índice y el pulgar. Oso ni se me ocurrió porque no me alcanzaba el cuerpo. Leather podría decir que a medias, porque hubo épocas en las que un largo saco de cuero con cuello alto me acompañaba a todas partes. Y puloil creo que fui siempre, en algún lugar de mi maquillado ser.
A pesar de tanto camuflaje, de tanto jugar al camaleón, no conseguía siquiera un saludo amistoso. Tuve polvos, sí. Tuve también novios de una noche y desazones de semanas. Tuve amantes sin rostro y rostros sin amor. Tuve mucho, sin tener nada.
Hasta que muchos años después me empecé a descascarar. Me fui sacando (algunas) plumas, el maquillaje, los trajes extravagantes, los lugares incómodos, las situaciones ajenas, las compañías ausentes. Aprendí algo que me cambiaría la vida: no hay diccionario ni enciclopedia que enseñe a ser uno mismo. Y me di cuenta de algo maravilloso: no quería pertenecer, al menos no a aquello ni de ese modo.
En eso estaba, sacudiéndome el polvo, cuando de pronto, sin querer queriendo, empezaron a aparecer los amigos, esos que al día de hoy aún me acompañan. Los mismos que reconocen en mí un ser camaleónico pero de una sola esencia. Caminan a mi lado, y a veces me enseñan el camino, que pasa muy lejos de aquellas pistas. A ellos, mi enorme gratitud, por rescatarme de la montaña rusa en la que yo solito me había metido.
Hoy puedo ver que el circuito gay de Buenos Aires es mucho más amplio, en todos sus sentidos. Hay muchos más lugares, mucha más gente, mucha más visibilidad, mucha menos culpa. Pero lo mejor de todo es que ya no necesito (ni quiero) pertenecer a ese “ambiente”, a esa burbuja espantosa en la que muchos se encierran para ser más de lo mismo.
Lo visito, por supuesto. Me divierto, me junto con mis afectos, me relaciono. Me pongo algunas plumas a veces, y otras no tengo ganas. Pero desde algo que soy genuinamente, y no desde una pose para ser el feliz portador de una etiqueta.
A pesar de esta enorme distancia que me separa de aquél adolescente ansioso que quería pertenecer, y de mi actual visión del mundo de lo queer, debo admitir que guardo cierto anhelo por esas épocas, en las que, encerrado en un pequeño diccionario, me sentía un miembro más del club. No volvería a aquello, pero renegar de mis comienzos sería renegar de lo que soy. Y no reniego.
Espero que el futuro nos depare coming-outs menos restrictivos y más integradores. Y que quienes salgan o estén por salir del closet lo hagan enteros, poniendo el cuerpo y el alma. Pero usando la cabeza, para no salir de un encierro y meternos en otro, ¿no?. Al fin y al cabo, los clubes son una salida…
PD: Una joyita que encontré por ahí: una nota de 1999 sobre la noche porteña:http://www.clarin.com/suplementos/informatica/1999/09/01/t-01201i.htm
Publicado en: idas y vueltas el sábado, 14 de junio de 2008 a la/s 21:00 9 comentarios
Tendría 6 o 7 años. Era un chico muy fantasioso. Imaginaba mundos secretos, otras dimensiones, tesoros escondidos, laberintos con seres maravillosos. Curiosamente, uno de los pasadizos que mi imaginación había creado se encontraba dentro del closet de la habitación de mis padres.
Era de tarde. Me había cansado de jugar a la nave espacial, esa que armaba poniendo 4 sillas, respaldo contra respaldo, con una sábana por encima. Aburrido, me puse a buscar en mi cabecita un lugar más recóndito y promisorio. Y se me ocurrió meterme en aquel placard.
Le tenía miedo a la oscuridad (toda una predicción, visto en retrospectiva). Sin embargo, fui sin pena y sin dudarlo a encerrarme en el viejo mueble de madera. Y soñando, imaginando que cruzaba el fondo del mismo en dirección a otras realidades, me enredé con los vestidos de mi mamá.
¡Qué lindo se sentía! Suaves, sensuales, frescos, ligeros. En diez segundos, sin repetir y sin soplar, me calcé uno de ellos. Era el traje perfecto. En el suelo, unos zapatos gastados, tipo sandalia, con tiras de cuero negro, le abrían paso a mis pies, que a pesar de sus dimensiones estaban, sin saberlo, dando un gran paso.
Mientras tanto, del lado de afuera, mi mamá me buscaba. Guiada por el ruido, entró a la habitación y me sacó del closet. Era muy temprano para ello, se ve, porque inmediatamente comencé a titubear, y no se me ocurrió mejor idea que decirle que estaba jugando a María Martha Serralima (mi mamá estaba gorda por entonces y sus vestidos eran gigantescos).
No recuerdo mucho más, pero adivino un par de gritos, un probable sopapo, y una gentil invitación a poner el ropero en orden.
Todo podría haber terminado ahí. No obstante, se trató de un gran comienzo. Fuera del closet (al menos en el terreno de lo lúdico), di rienda suelta a mi imaginación y encarné frente a mis amiguitos toda clase de heroínas. A María Martha Serralima la sucedieron la Mujer Maravilla, Cheetarah, She-Ra, la Mujer Araña, la Mujer Biónica, la nena de los Gemelos Fantásticos, y un sinnúmero de mujeres cuyas historias, secretos y poderes tomé prestados.
Era excitante. Me sentía poderoso. Mi imaginación no tenía límites, y el vértigo de correr por la vereda gritando “¡Yo soy She-Ra!” era lo más parecido al éxtasis.
El tiempo pasó, algo de mí continuaba en el closet, junto a mi mamá y el resto de mi familia, hasta que un día, dejé caer el velo y mis propias historias verdaderas fueron las protagonistas de la revelación. Nadie lo había sospechado. Nadie me había visto jugar en serio. Nadie había notado cuánta verdad escondía tras la fantasía de mis personajes.
Pero tan fervientemente creí en mí y en mi historia, en mis personajes y en mis realidades, que la verdad surgió sola e irreprochable. Tuvo que pasar un tiempo, varios episodios de esta aventura que es el transcurrir de la vida, pero al final, todos aceptaron este alterego que habían visto crecer sin darse cuenta.
Amo mis realidades, amo a mi familia, celebro haber tenido fe en mí y en ellos, y les agradezco por permitirme mostrarles que tras el closet, hay otras realidades.
Publicado en: idas y vueltas el jueves, 12 de junio de 2008 a la/s 04:25 7 comentarios